Tenía cinco años la primera vez que
soñé con un reloj que se derretía. Aún tengo el vívido recuerdo de aquel sueño
estampado en mi memoria. Recuerdo que la noche anterior a que soñara con aquel
reloj que se convertía en puré de metal caliente, mi madre me leyó un fragmento
de “Alicia en el País de las Maravillas”.
Cuando era niña, mi madre siempre me
leía algo antes de que me durmiera. Me había llamado muchísimo la atención
aquel conejo apurado, cargando su reloj de bolsillo y exclamando que iba a llegar
tarde. Y esa noche, además de con el reloj, soñé con el conejo. Se estaba
quemando. “¡Auxilio, Julieta!” me decía. Y, antes de verlo perecer entre las
llamas, vi su pequeño reloj de oro derritiéndose en cámara lenta mientras lo
lamía el fuego. La expresión asustada y llena de agonía del conejo aún hoy me
persigue.
Y aún el día de hoy, con ya veinte
años, sigo soñando con relojes que se derriten: En piras, en el mismísimo
sol, de la nada (como entregados a su
inevitable destino), relojes de hielo que se derriten progresivamente, a veces
relojes que se autodestruyen, o que se desvanecen, pero, casi siempre, sueño
con relojes que se derriten.
He de mencionar, además, que los
relojes son un artefacto obsoleto para mi cultura. Es el año 2150 después de Cristo.
Si le preguntaras a cualquier chica
de mi edad lo que es un reloj, probablemente te miraría con una expresión
confundida en sus ojos. Yo soy especial, toda mi familia lo es. Somos eruditos
de la historia. Es algo así como la tradición familiar. Es gracioso, porque
hasta el concepto de “tradición” se está perdiendo. Por fortuna (o no,
dependiendo de cómo se lo vea), vivo en Argentina, donde las costumbres
occidentales tardan un pequeño período de tiempo antes de asentarse del todo.
Entonces, aún puedo disfrutar de conceptos como las tradiciones o los relojes,
que, aunque obsoletos, aún existen como un recuerdo lejano de nuestros abuelos.
Antes de comenzar a leer sus
historias, mi madre siempre me proveía de contexto. Antes de empezar a leer
“Alicia en el País de las Maravillas”, me mostró fotos de muchos artefactos, me
explicó todo sobre los usos y costumbres de aquel entonces, e incluso me dio
una pequeña clase sobre el período histórico en el que Lewis Carroll había dado
a luz a sus grandes obras y sus inolvidables personajes, para que así pudiese
entender el gran impacto que tuvo Alicia en su momento. Siempre aprecié como mi
madre, a diferencia de muchos otros padres, no menospreciaba mi inteligencia ni
mi capacidad de aprender solo por tener cinco años.
Fue entonces cuando conocí los
relojes que se utilizaban antaño, que han sido una de las grandes obsesiones de
mi joven vida. Una cosa llevó a la otra, y así fue como me topé con las obras
de Salvador Dalí, llena de relojes en pleno proceso de descomposición:
Derritiéndose, de hecho.
Soy una firme creyente en la
reencarnación. De hecho, en mi fuero interno, estoy convencida de que en mi
vida anterior yo misma fui Salvador Dalí. Tengo la teoría de que, si pudiera
verlo en persona, algo dentro de mí confirmaría que en su cuerpo y en el mío
mora la misma alma. Es por eso que cuando me enteré del concurso que organizaba
mi universidad para viajar en máquina del tiempo a presenciar un momento del
pasado a elección, salté ante la oportunidad.
Ser elegida como ganadora en ese
concurso no fue tarea fácil. Además de mis tareas regulares como alumna de las
licenciaturas en Historia y Artes Plásticas, tuve que estudiar muchísimos
apuntes extracurriculares: La teoría del caos, la historia mundial (un tanto
más exhaustivamente que en la facultad), los rudimentos sobre el funcionamiento
de las máquinas del tiempo, todo esto estudiado en un ambiente extremadamente
competitivo, pues más de la mitad de los alumnos de la universidad (y la
mayoría de los brillantes) aspiraban a realizar este viaje. Recuerdo que, las
semanas anteriores al examen, casi no dormí de los nervios. Pero mi madre me
había enseñado la importancia de trabajar duro para alcanzar mis deseos más
preciados. Ella hubiera estado orgullosa de mí.
Un viaje por el tiempo promedio
cuesta entre uno y dos millones de pesos. Solo la gente asquerosamente rica
puede realizarlos a gusto, como quien se teletransporta a un pueblo vecino. Sin
embargo, algunas universidades premian con uno de estos viajes a estudiantes curiosos
que harían buen uso de una experiencia transtemporal.
Y es una suerte que haya sido yo
quien lo gane, y no cualquiera de mis pares. Planeo utilizar mi viaje en
observar nada menos que a Salvador Dalí frente a un lienzo en plena acción y
dar una vuelta por el París de principios del siglo XX. Esta experiencia, sin
duda, será valiosísima cuando desempeñe mis funciones como historiadora y
artista plástica. Algunos de mis pares, que, por cierto, generalmente carecen
de perspectiva alguna o pensamiento innovador, planeaban usar el premio (si lo
ganaban, aunque en realidad pocos tenían oportunidad alguna de ganarme) en algo
tan cliché como ver a sus difuntos abuelos, en presenciar su propio nacimiento
(era gracioso cómo pretendían ser pseudofilósofos al hablar de esta intención),
o en ver a algún hermano que había muerto a causa de la Fiebre Nerviosa, la única
enfermedad terminal que nos afecta en el siglo XXII. ¡Qué débiles y
sentimentales son! ¡Cuán emocionales y llorones! Son totalmente incapaces de
dejar atrás el pasado y mirar hacia delante. ¿Qué le espera a una sociedad
estancada en su propio pasado?
Yo misma perdí a mi madre ante la Fiebre Nerviosa, y no por eso
dejo de vivir mi vida y cosechar éxitos, como debe ser.
Fue mi madre la que me enseñó a tener
entereza y fortaleza emocional. Se sentaba al lado de mi cama y me contaba
historias sobre la trayectoria de la humanidad, y siempre hablaba con
admiración de lo fuertes que eran los oprimidos al defender sus derechos, y lo
valientes que eran los revolucionarios para poder reunir la entereza necesaria
para cambiar el mundo. Recuerdo, además, que pensaba en lo fuerte que era mi
madre. A diferencia de sus contemporáneos, ella se negaba a olvidar la historia
de nuestra humanidad, y veía como al Apocalipsis al momento en que decidiéramos
abandonar totalmente nuestra historia como a un inútil lastre cuya carga ya no
se aguanta.
– Julieta – me decía – la historia
es capaz de decirte más verdades sobre la naturaleza humana que la psicología,
la antropología y la sociología todas juntas. Hacia atrás podemos encontrar
todos nuestros errores y todos nuestros aciertos. Quien escribe la historia es
quien define el destino.
Y luego se ponía a hablar sobre un
libro, 1984, de un tal Orwell (uno de los tantos libros que mencionaba mi madre
que aún he de leer) que prometió regalarme cuando fuese mayor.
Le debo mucho a mi madre. Espero
que, de estar viva, pensaría bien de mí y de lo que soy ahora.
Una brillante ventana aparece en mi DDP
(dispositivo digital personal). Me llena una ola de excitación. ¡Es el momento
de llenar mi formulario oficial para el viaje! Una vez lleno, no hay vuelta
atrás. Pero eso no va a ser un problema, yo sé bien qué es lo que quiero.
Me dispongo a llenarlo con los datos
correspondientes. No puedo creerlo. Veré a los famosos relojes que se derriten,
ícono del surrealismo, mi sueño plasmado siglos antes de que lo soñara, en
proceso de creación, nada menos que a manos de ¡Salvador Dalí! Podría ver su
departamento mientras él vivía allí. Y lo veré a él en persona… ¿Cuántos de mis
contemporáneos van a poder presumir haber visto en persona al gran Salvador
Dalí, al surrealismo hecho persona? Con un poco de suerte y me cruzo, además,
con Buñuel, o Hemingway, o algún otro intelectual de la época.
Y por si todo eso fuera poco, una de
las más grandes preguntas de mi vida sería resuelta. Vería a Dalí a los ojos
(él, sin embargo, no sabrá que estoy allí porque en el siglo XXII hemos
perfeccionado el arte de la invisibilidad, aunque tal vez sospeche a nivel
intuitivo que alguien lo observa), y sin duda yo sentiría bien adentro algo que
confirmaría mis sospechas: Yo soy la reencarnación de Dalí.
Pienso en mi madre. ¿Por qué será
que, desde que murió, pienso en ella en el momento menos pensado?
Regreso al formulario.
“Fecha a la que usted desea viajar”
Quizás debería abrir mi copia de la biografía de Salvador Dalí, no me puedo
equivocar justamente ahora…
Mis dedos escriben, como autómatas,
sin que pueda detenerlos “19 de abril de 2144”.
Un gran sentimiento de dicha me
abrasa el pecho al darme cuenta de que iba a ver a mi madre una última vez: La
vería sonriendo, y apreciaría como nunca el brillo en sus ojos que indica que
está viva aún.